Cada mañana, cuando el frío cala los huesos y el tránsito comienza a agitarse en el cruce de San Bernardo, una escena conmueve a quienes pasan: un hombre, con una pequeña parrilla improvisada, hornea torta asada junto a la ruta. No lo hace por elección, ni por tradición. Lo hace por necesidad. Y sobre todo, por amor.
En medio de la intemperie, entre humo y viento helado, sostiene su pequeña venta como única fuente de ingreso para llevar comida a su hogar. Tiene hijos que lo esperan y una dignidad que no se negocia. No pide limosna, no se queja. Solo ofrece su trabajo, con humildad y esfuerzo, esperando que alguna mano solidaria se acerque, que alguien valore lo que hace.
“Con que me compren, con que les guste, yo con eso ya puedo volver a casa con algo”, habría dicho con voz baja y mirada firme.
Su historia, aunque silenciosa, habla fuerte. Refleja la realidad de muchos padres que enfrentan la adversidad con entereza, que no esperan soluciones mágicas, sino oportunidades. Mientras otros encuentran excusas, él enciende el fuego cada día, apostando al sustento honesto.
Vecinos y automovilistas ya lo reconocen. Algunos bajan la ventanilla, otros se detienen a comprarle, otros simplemente lo observan en silencio. Lo cierto es que su presencia se volvió un símbolo de lucha, de paternidad comprometida, de resistencia diaria.
En un país donde la crisis golpea más fuerte a los que menos tienen, este hombre recuerda que la dignidad no se pierde mientras haya voluntad de trabajar. Su torta asada no solo alimenta: también enseña.
Ojalá su historia inspire y llegue a quienes pueden tender una mano. Porque nadie que trabaje con el corazón debería estar solo frente al frío.
Con información de QHC